Hace ya mucho tiempo, en un pueblo dentro de un pequeño reino alejado, vivía un príncipe.
Este a pesar de ser quien era, jamás lograba encontrar una mujer, que sea digna de su fidelidad, amor y entrega total.
Quizás no por carencias propias de esas mujeres que lo rodeaban, sino por algo tan sustancial y extraño, que sólo el buscaba y podía percibir. Que me sería sencillamente imposible de describir, ya que aún no encuentro palabra para describir, algo que va mas allá de la armonía entre lo físico y la química.
Cumplida cierta edad, el príncipe vio que la hora se convertirse en rey se le acercaba, y él aún no estaba listo, ya que le faltaba algo elemental, una reina.
Fue así que se le encomendó, viajar a un reino lejano, se comentaba que en este lugar las mujeres abundaban, y que hasta el más selectivo al cabo de una semana, encontraba el amor.
Animado por este deseo decidió montar su caballo, con lo justo y necesario para la travesía.
Día y noche lucho contra vientos fuertísimos, y tormentas donde el lugar de destino se volvía un escondidizo punto entre las gotas que con furia impactaban la tierra.
Finalmente un día, cuando el sol se digno a aparecer, y se alzo en la cima del cielo, llegó.
Hubiese sido digno de ver, los ojos del príncipe al observar el reino tal y como sus sueños lo profesaban.
Las montañas a lo lejos, con sus altos picos pintados con un delicado óleo blanco, el lago reflejando a semejanza, la hermosura que estas imponían.
Toda esa belleza que en sus ojos y su memoria se impregnaban, llevaban un subliminal mensaje, que a manera de susurro decía que si existía un lugar para encontrar el amor, era este.
Una vez instalado, con afán de concretar su objetivo, se dispuso a conocer hermosas jóvenes, con las que imaginaba una vida juntos, ya sea por la belleza que con cordial elegancia emanaban, o su personalidad que provocaba simpatía en él.
Pero aún encontrando ese atractivo, siempre llegaba a la conclusión de que no eran las indicadas para él.
Los días pasaron como una rápida brisa primaveral, y él seguía con esa sensación de vació que lo atormentaba por las noches en su hogar, tan solitario, tan desconsolado, aún rodeado de las mas hermosas jóvenes.
Ya pensando en su triste y patética retirada, fue cuando la conoció. Entre el resto, una aureola de Purísima y oro envolvía a una chica. Su hermosura, realmente exótica y cautivadora, dejó al aventurero príncipe estupefacto.
Sin dudarlo un instante corrió hacia ella, y se presentó. Con un cierto tono superado, disimulando el revuelo de emociones que se producía en su interior, coqueteo con la que él creía, en su inocencia, que sería su futura esposa.
A su lado, notó lo fácil que le había sido, abrir las puertas de su corazón con ella, y como no hacerlo cuando esos dos seres encajaban y se completaban a la perfección.
Y lo más gratificante, era que ella mostraba con el transcurso del tiempo, estar enamorándose de él.
La felicidad nunca había sido tan tangible, tan visible, tan real, como aquella noche cuando al darse la diez, en compañía de la confidente luna, hasta que el alba los sorprendió por la ventana, entonaron mil melodías de amor.
En pocos días, logró conocerla y enamorarse ciegamente. Y él sin pudor alguno, lo admitía y confirmaba gritándoselo a los cuatro vientos.
Pero las historias de príncipes y princesas no siempre concluyen con un ``vivieron felices por siempre ´´, al menos no en este cuento.
Dado que ella, al condensar cuanto lo quería, sintió como una interna puñalada, la obligación de confesarle un oscuro secreto que la abatía y lastimaba por dentro, haciendo insoportable el sentimiento de culpa.
Fue así que lo invito a sentarse y le contó, que ella a pesar de estos nuevos sentimientos que la rodeaban, no podía permanecer junto a él. Ya que antes, había jurado dar su mano a un mercader, de un pueblo en el que él reinaba.
Y a pesar de todo, sin dar demasiadas explicaciones acerca de los motivos, cumplió su palabra.
Enceguecido por el amor, el príncipe hizo oídos sordos a esta advertencia, y disfruto esa semana como jamás lo hizo en su vida, y su corazón conoció la diferencia entre latir y saltar.
Pero el final se hizo presente y con un dolor en el pecho, sedado por la esperanza, dijo adiós.
Al llegar a su pueblo, el príncipe buscó sin cesar a la fugitiva princesa, y así fue que lo hizo.
Ambos acordaron una despedida, ella para decir el último adiós y él para luchar por su amor.
Así fue que se encontraron a orillas del confidente océano, testigo de las lágrimas, que a escondidas estos amantes derramaba. Que por simple maldad del destino o sencillamente por lastimosa pero cierta realidad, fue que dijeron ``buena suerte, hasta nunca y nunca más ´´.
Así fue que ella envuelta en una confusión tan profunda como su propio ser, aún sigue sola sin dejar de estar acompañada.
Y el príncipe, se hizo uno con el confidente mar, y ahora reina solitario en su inmensidad.
Pero algunas noches aún envía su rencor y su dolor, en forma de olas, a la injusta orilla, dónde conoció el amor, y una tarde, el verdadero dolor del adiós.